lunes, 5 de marzo de 2012

Clara Janés







Aunque Clara Janés (Barcelona, 1940) es, sobre todas las cosas, poeta, su creación artística y su indagación intelectual se han repartido en numerosos géneros y modos de la escritura, e incluso fuera de ella. Conocedora de diversas tradiciones literarias centroeuropeas y orientales, conectada por educación y vocación a las artes plásticas y musicales (que ha incorporado en pie de igualdad a varios de sus libros poéticos), su actividad estrictamente lírica, iniciada en 1964 con Las estrellas vencidas, ha ido acompañada por otras dedicaciones parejas: el teatro (libretos de ópera, piezas de marionetas), la biografía (con su acercamiento al músico Federico Mompou), la crítica literaria (aproximación al universo simbólico de Juan Eduardo Cirlot), el memorialismo (con títulos como Jardín y laberinto, de 1990, y La voz de Ofelia, de 2005) y la edición filológica, ello sin contar con su asidua y sostenida labor de traductora (Vladimir Holan, Jaroslav Seifert, Ramos Rosa...).
Bien mirado, las anteriores no son tanto facetas complementarias que deben sumarse para percibir en su conjunto el universo de la autora, cuanto maneras de desarrollo expansivo de un núcleo sensible que circunstancialmente escoge uno u otro cauces de género. Distribuir la producción de Clara Janés en compartimentos tipológicos cerrados presenta un problema debido al carácter absolutamente unitario de su almendra espiritual, que se impone sobre las ocasionales especificidades, toda vez que, en la autora, la biografía está constituida por sus lecturas y sus escrituras, la aventura interna rige sus avatares externos y termina confundida con ellos, y la experiencia y la reflexión no tienen barrera separadora. Ello es fruto, tanto como de su peculiar sensibilidad, de una sincronicidad sintetizadora e intuitiva afinada en la frecuentación del pensamiento oriental, extraño a la tendencia fragmentadora y analítica de la cultura occidental.
Ya en sus primeros títulos, pero sobre todo a partir de En busca de Cordelia y poemas rumanos (1975), quedan fijados los rasgos formales de su lírica, presididos por la sutileza, el parpapedo expresivo y la desnudez ornamental penetrada por la música. Se ponen éstos al servicio de unos temas reluctantes al casticismo y alentados por un espiritualismo en el que se forja su imaginario personal, plasmado mediante el aforismo de resonancias presocráticas, la levedad —también aforística— del haikú, el vuelo visionario del misticismo, el entramado simbológico.
Muchos de sus libros vertebran una postura ginocéntrica, que replantea la función de la mujer en una cultura que la ha postergado, así como los mitos de la madre telúrica. La andadura existencial del sujeto va estableciendo hitos sucesivos en títulos como Libro de alienaciones (1980), Eros (1981), Vivir (1983), Kampa (1986), Lapidario (1988), etc. En su mostración de lo femenino, cobra gran importancia la manifestación liberadora del deseo erótico, tal como se aprecia en Creciente fértil (1989), donde la sexualidad respira en las figuras medioorientales en que se funda la cultura (más bien que máscaras, actualizaciones culturales del yo). Adentrada en la madurez, Los secretos del bosque (2002) despliega el tercer tramo biográfico que, en la cultura hindú, supone el desprendimiento purgativo que sirve de preparación para afrontar el cuarto y último tranco de la vida. Las asechanzas de los goces sensoriales y del amor, tal como aparecían en Eros o en Oriente fértil, la asaltan aún en ese camino de adentramiento hacia la espesura boscosa, en cuya conformación simbólica convergen tradiciones místicas diversas, y al cabo de la cual se abre un vacío anchuroso y apacible. Paralajes (2002) se inicia con una invocación a la infancia, ese momento «donde no existen todavía ausencia ni recuerdo», en que el mundo brota ante los ojos, reducido a unas briznas de su realidad. En otros poemas del mismo libro, la mirada contemplativa se deslíe en una cosmofanía de manzanas, saltamontes, desiertos, campanillas de luz, con un lenguaje mondo, unas formas tenues y una estética aliviada de bulto humano. La senda de retracción y de acendramiento la conduce a los umbrales del «punto cero» en que se sitúa Fractales (2005): una tierra de nadie, de nada, de la que se han eliminado elementos adventicios, esquinas argumentales y grumos de la retórica, desprovistas casi las palabras de su capacidad de representar.
Ángel L. Prieto de Paula